domingo, 12 de junio de 2016

Negativa a avalar criterios de evaluación en el Conicet

Hace tiempo que este blog está inactivo porque utilicé otros medios para la difusión de las ideas y comentarios que dieron origen a este espacio pero para este tema me parece que toda difusión es adecuada. 
La nota que sigue fue discutida con los miembros de la Comisión de Sociología y Demografía para ingresos CIC del Conicet y luego presentada ante el Presidente y el Directorio del Conicet. Planteo un conflicto ético y, en consecuencia, mi negativa a avalar las evaluaciones del modo en que nos solicitan que las realicemos:


Buenos Aires, 9 de junio de 2016

Sr. Presidente
Conicet
Dr. Alejandro Ceccatto

c/c: Directorio del Conicet

De mi mayor consideración:
El Directorio del Conicet me ha designado como miembro de la Comisión Asesora de Sociología y Demografía para ingresos CIC. Se trata de una tarea que me honra, al mismo tiempo que me llena de responsabilidad y de inquietud. Me honra formar parte de un órgano de asesoramiento para decidir qué colegas se incorporarán al Área disciplinaria en la que desarrollo mi investigación, pero no puedo sino sentir preocupación cuando se me solicita que utilice criterios que no comparto para la realización de esta tarea. Como investigadora formada en un área donde la crítica es condición sine qua non para el trabajo intelectual, no puedo sino interrogarme acerca del sentido de la cuantificación de antecedentes standarizados con los que se mide a los postulantes para el ingreso a carrera del investigador.
Mi inquietud no es original, ya que numerosos investigadores,  colectivos de investigadores en Ciencias Sociales y Humanas e inclusive varios integrantes de comisiones asesoras han expresado su desacuerdo con la aplicación de criterios externos a estas áreas para la evaluación en el Conicet y, de hecho, circula actualmente un petitorio donde se reclama el abandono de la aplicación de la jerarquización de revistas en la evaluación científica, es decir, la Resolución 2249/2014.
Quisiera dejar constancia de que intenté cumplir con mi tarea. Sin embargo, hacerlo me enfrenta a la constatación empírica de la arbitrariedad de estos criterios. Postulantes que presentan planes de trabajo interesantes y bien fundados, que dan cuenta de trayectorias sinuosas producto de la curiosidad intelectual, publicaciones originales que aportan conocimiento y perspectivas novedosas, pero que han demorado “demasiado” en concretarlas o que no se han preocupado lo “suficiente” en publicarlas en revistas del Grupo I porque lo hicieron donde tuvieron mayor circulación entre sus pares o divulgación entre los afectados por sus resultados, son calificados como “no recomendables”. Por el contrario, postulantes que publicaron un número considerable de artículos en forma acelerada, cuya lectura deja como saldo una profunda insatisfacción acerca de la madurez, la originalidad y el interés de los resultados presentados, cumplen con todos los requisitos para su recomendación a ingreso. Sería difícil culpar a los postulantes obedientes que siguieron esta última estrategia pero, personalmente, no podría sino cuestionar mi decisión si califico al segundo postulante por sobre el primero.
Aplicar la valoración que surge de los índices de revistas (para los cuales, dicho sea de paso, el Conicet ni siquiera me ofrece acceso gratuito en los casos que requieren pago) me enfrenta a contradicciones éticas insostenibles: ¿cómo reclamar al Conicet que deje sin efecto una resolución que yo misma estaría aplicando? ¿Cómo cuestionar criterios standarizados y cuantitativos cuando los estaría haciendo cumplir simultáneamente como miembro de la Comisión? Pero sobre todo: ¿cómo avalar un sistema de evaluación que considero que corroe la legitimidad y el prestigio de mi propio espacio de trabajo y que orienta a los futuros investigadores en una dirección que considero completamente inadecuada?
Entiendo que la legitimidad de esta institución –a la que me produjo un enorme orgullo pertenecer, al momento de obtener mi ingreso- sólo puede sostenerse si los criterios utilizados en la evaluación son transparentes, consensuados y autónomos respecto de lógicas ajenas al campo científico. Sin embargo, asisto con pesar al deterioro de esta legitimidad cada vez que los máximos exponentes de la Ciencia en Argentina utilizan las instituciones públicas con fines políticos partidarios, cuando colaboran con empresas cuyos efectos nocivos son de conocimiento público y cuando emiten opiniones sin fundamento acerca de cuestiones específicas de las Ciencias Sociales, banalizando nuestro trabajo.
El Ministro de Ciencia y Tecnología ha dicho recientemente que “toda la educación que todavía tenemos fue pensada para formar empleados obedientes de empresas muy grandes, era gente que tenía que saber su trabajo y obedecer. Hoy el cambio es radical: necesitamos gente que piense las cosas de otra manera” (Participación en Intratables, programa emitido por América TV, 24-5-2016). La cita no fue hallada en una publicación del Grupo I y, aunque fue pronunciada por un investigador de vasta trayectoria, puede ponerse en duda con una hipótesis y un método adecuados. Sin embargo, espero que no se me cuestione esta referencia para fundamentar lo que quiero decir: necesito pensar las cosas de otra manera y no puedo actuar como una empleada obediente. Por ese motivo, no voy a avalar con mi firma los ingresos a carrera decididos por medio de criterios que no comparto. Espero que el Sr. Presidente y los miembros del Directorio sepan comprender. En cualquier caso, es de suponer que el Ministro no podría sino estar de acuerdo con mi decisión.
Saludo a ustedes muy atentamente y quedo a su disposición para cualquier aclaración o ampliación,                                                                                                                          

                                                                                                                                    Dra. Mirta Varela

miércoles, 6 de enero de 2010

Duelo y melancolía


 

En menos de un año, tres muertes fueron objeto de duelo público en la Argentina. Raúl Alfonsín, primero. Mercedes Sosa. Y ahora, Sandro. Los personajes no podían ser más disímiles entre sí pero su tratamiento coincidió en varios aspectos. Todos ellos recibieron el máximo honor de ser velados en el Congreso de la Nación. En los tres casos, la radio y la televisión le dedicaron tiempo completo al seguimiento de sus muertes y velatorios e hicieron desbordar, de esta manera, su grilla habitual. La reconstrucción exaltada de la vida de los personajes y su inclusión póstuma pero inmediata en el panteón nacional (si algo así existiere), también ha sido recurrente. ¿Existe alguna diferencia entre estos entierros multitudinarios, con caravanas populares plagadas de símbolos de los muertos y los memorables entierros de Gardel, Yrigoyen, Evita o Perón, por no decir de Valentino o Churchill? ¿Por qué debiera llamar la atención el reconocimiento afectuoso a un personaje entrañable? ¿No se trata, acaso, de un ritual necesario, del modo en que nuestra cultura procesa la muerte? 
Resulta fácil explicar la condición de ídolo popular de Sandro y la pervivencia de formas de expresión popular en los rituales que rodean su muerte. Sin embargo, hay algo que produce incomodidad en el modo en que los muertos recientes han sido rápidamente catapultados a la condición de inmortales. Hay un regodeo en el dolor por la pérdida que da cuenta de un desplazamiento del sentido de estos rituales que la cultura contemporánea parecía haber descartado (por no decir, enterrado).
Cuando la carrera de Sandro en el mundo del espectáculo todavía era incipiente, una película de Rodolfo Kuhn parodió la construcción mediática de un ídolo de la canción. Era fácil descubrir en Pajarito Gómez (1965) a Palito Ortega, salvo por el final del filme que incluye el velatorio del ídolo. Aunque las figuras de Palito y Sandro no podían ser más antagónicas, el tiempo los volvió amigos entrañables. De la misma manera, aunque sólo Sandro podía ser reivindicado por el rock, últimamente Charly se ha hecho íntimo de Palito. En esta suerte de aplanamiento de figuras que produjo el duelo por Sandro hemos podido asistir al llanto de Mirtha Legrand que no se cansó de repetir lo inteligente y lo culto que era. Susana Giménez, afortunadamente, se limitó a decir que era muy buen mozo y que disfrutó los besos apasionados que se daban durante el rodaje de una película. También pudimos oir a Graciela Borges, a Soledad Silveyra y a María Martha Serra Lima. Leo Dan ¿quién recuerda a Leo Dan? desde Estados Unidos rogó que “ojalá la muerte de Sandro nos una más a todos los argentinos...” Violeta Rivas que ya nunca volverá a ser la misma después de Capusotto, tampoco ahorró su testimonio. Los canales de televisión repitieron estas intervenciones telefónicas que luego los diarios reprodujeron como palabra santa. Crónica TV y Canal 26, más fieles al estilo del ídolo, mostraron una cuidada producción sobre su vida y su obra que, en su larga agonía, les había dado tiempo de preparar. Crónica TV se mostró de esta manera más profesional que Clarín que había anunciado anticipadamente la muerte de Sandro. Pero sin duda, lo más interesante, ha sido el despliegue del diario La Nación donde el itinerario de su vida merece el título “de pecador a hidalgo”. En un periplo de condenas y redenciones, La Nación dice que se trata de la muerte de “alguien que se parece a lo mejor que los argentinos queremos ser, y también a lo que lamentablemente no hemos sido”.  



Por el desparpajo de Sandro en sus comienzos, el componente sexual que rescató Susana y que llevó a varias generaciones de mujeres a rebolearle sus bombachas en la cara durante los recitales, Sandro fue seguramente la figura argentina más interesante para rockeros e intelectuales en busca de transgresión o juego. Quienes jamás podríamos sonreir con una canción de Palito Ortega, nunca le hubiéramos negado un karaoke a Sandro. Es comprensible, entonces, el duelo por su figura. Y si alguien ve en ello alguna suerte de exceso, sólo resta apelar a la necrofilia como rasgo nacional aunque Michael Jackson permite ver a nivel internacional cómo la exaltación de los ídolos muertos está en alza.  
La muerte de Valentino en el temprano cine mudo o de Pajarito Gómez en la ficción de los años sesenta muestran que la muerte de las celebridades del mundo del espectáculo ha sido un componente intrínseco a su condición de ídolos. La muerte temprana o accidental –como en el caso de Gardel que tanto se ha mencionado a propósito de Sandro- añadía en aquellos casos un elemento imprescindible. Últimamente, en cambio, el envejecimiento y deterioro de estas figuras resulta aceptable. La escena del velatorio de Pajarito Gómez incluía un ingrediente revulsivo. Los (las en su mayoría) asistentes no pueden parar de llorar por la muerte de su ídolo. Sin embargo, alguien de pronto hace oir su música y todos comienzan, primero tímidamente y luego desenfadadamente, a bailar. El llanto exaltado muta fácilmente en exaltación rítmica. Sólo una chica con quien la discográfica le había inventado un conveniente romance, grita desesperadamente ante la escena algo primitiva del baile-velatorio.
La película era una crítica al artificio de una industria cultural que imponía ídolos como productos de mercado descerebrados y pasajeros. En 1965 los ídolos se construían rápidamente y tampoco había tiempo para el duelo que inesperadamente se convertía en fiesta. En la actualidad, los rituales sociales han vuelvo a ocupar el centro de la escena. Cumpleaños de quince que parecen casamientos, casamientos que exigen wedding planners, fiestas de fin de curso y de egresados de jardín de infantes, son signos de una cultura que adora los rituales que creía haber perdido y que construye el recuerdo desde el nacimiento. Los años dorados de Sandro coinciden con un momento de aceleración política y de tensión hacia un futuro revolucionario: sus discos más memorables son de 1968, 1969 y 1970. En la actualidad, toda nuestra cultura parece volcada hacia el pasado. El Canal Volver, pionero local en la producción de nostalgia a gran escala, va a emitir este fin de semana la filmografía de Sandro en continuado: Gitano, Muchacho, Operación Rosa Rosa, Subí que te llevo



Alfredo Casero en Cha, cha, cha parodió muy inteligentemente a Sandro en estas películas. Le dedicó “al Gitano” uno de sus ciclos en homenaje al cine argentino de todos los tiempos: “Me quedé ciego” . Casero supo combinar muy bien el acercamiento afectuoso al personaje, la estética que formaba parte de su memoria y la crítica despiadada que sólo puede hacerse a algo que se considera propio. Roberto, el protagonista del filme de Casero, cantaba con la incofundible dicción del Gitano: “Fuiste un pedo en el verano nada más” o “Qué macana, me quedé ciego”. Recuperaba de esta manera, el gesto irreverente, el rasgo entrañable del personaje homenajeado. Como si alguien se animara a decir en este momento “Qué macana, se murió”. Me pregunto si la risa no resulta adecuada al duelo o si sólo se trata de un exceso de solemnidad. El Congreso brinda un escenario insuperable para el exceso de solemnidad que supone, sin duda, convertir a un atorrante seductor, en un caballero y un hidalgo.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La diputada más anciana del Congreso


     La más célebre conductora de la televisión argentina presidió ayer la sesión del Congreso durante la jura de los nuevos diputados electos. La noticia combina de manera tan perfecta ingredientes de la política y la televisión que parece el invento de algún cómico ingenioso. Sin embargo, una vez más, la realidad supera a la ficción. 
     Pinky -porque por ese apodo conocemos los argentinos adultos a la Diputada Lidia Elsa Satragno- fue una conductora de televisión. Esto quiere decir que construyó su personaje mediante la combinación equilibrada de una voz y una modulación inconfundibles, con una cara y un cuerpo particularmente bellos. Cuando comenzó su carrera durante los años cincuenta fue bautizada con un nombre con reminiscencias norteamericanas que le sumaban, además, un rasgo contemporáneo de modernidad y juventud. Sin embargo -según se decía entonces- Pinky ya poseía “una belleza clásica”. Lejos de las rubias pasajeras que la televisión encumbraba y abandonaba rápidamente, Pinky fue una jovencita precoz que ya anunciaba con su pelo morocho bien argentino a la futura señora de la televisión nacional. Así lo entendió rápidamente Leopoldo Torre Nilsson cuando le ofreció el papel de “la chica bonita” en La Caida, un filme de 1958, el mismo año en que es declarada “mujer del año” por su reconocida labor en televisión. Así lo entendió mucho tiempo después la última dictadura, cuando en 1980 utilizó su voz y su rostro para anunciar la inauguración de la televisión color. O cuando en 1982 volvió a solicitar sus servicios para conducir el programa monstruo donde las damas patrióticas ofrecieron, una vez más, sus joyas al ejército argentino en un estudio de televisión. Así lo entendió ayer Graciela Camaño cuando invitó a la diputada más anciana del Congreso a presidir la sesión.
     Hay que decir que Pinky estaba vestida para la ocasión: un inefable cuello de volados de gasa u organza (espero que se sepa disculpar mi ignorancia e impericia) rodeaban su cuello y le otorgaban el aire adusto y severo pero también femenino y ligero que requería el rol. Pinky, que llevaba el pelo corto y abultado en la película de Torre Nilsson, lucía ayer un peinado prolijamente recogido en alto. Lucía, en fin, el look de una anciana. Pero no una anciana como las que vemos por la calle, empeñadas en parecer jóvenes y activas, sino una anciana de la televisión de los años sesenta. Algo así como la caricatura de abuelita que ideó uno de los dibujos animados más famosos de entonces: Tweety. Pinky (cuyo apodo rima con el nombre del pajarito) parecía imitar ayer a la adorable abuelita que persigue a bastonazos al gato, para luego molerlo a golpes al grito de “escúpelo, escúpelo, escúpelo”.
     La imagen de Pinky en el Congreso obedecía al supuesto de que un acto solemne, tal como ella misma se encargó de caracterizar la ceremonia de jura, requería el cuidado de las formas. Es notable que el diario Clarín y La Nación en sus comentarios sobre la noticia refieran al ataque que el oficialismo habría operado a la “institucionalidad”, mientras saludan la intervención de Pinky durante la sesión. Entre otros símbolos valorados por Pinky durante la sesión, los diarios mencionan el izamiento de la bandera, lo que permite recordar que antes de ser conductora de televisión, Pinky también fue maestra. Las instituciones son formas: ya lo dijo Foucault mejor que el diario La Nación hace mucho tiempo. Por alguna razón, sospecho que no quisieron decir exactamente lo mismo. Que Pinky utlizara signos doblemente viejos (representar una anciana mediante atributos pasados de moda) es coherente con sus ideas reaccionarias en el plano político. Que Pinky utilizara signos de origen mediático (representar su rol de diputada mayor como una ancianita noble de un dibujo animado) es coherente con el espacio político al que representa. El PRO presenta ideas reaccionarias en un envase mediático publicitario, dicho moderno. Estética y política lograron, esta vez, un principio constructivo muy ajustado.

Durante el reinado de Pinky en la televisión de la década del sesenta había un programa periodístico llamado Parlamento 13. Era un programa de panelistas con invitados variados para hablar de temas diversos. La única singularidad del programa era que se utilizaba como marco escenográfico un parlamento de cartón pintado. Los periodistas e invitados ingresaban al Parlamento 13 (emitido obviamente por canal 13) haciendo temblar a su paso una columnata de reminiscencias clásicas. El debate transcurría en una escenografía que simulaba el interior de una sala del congreso. La escenografía era verdaderamente kitsch en el sentido en que el kitsch supone la pretensión de hacer pasar algo por lo que no es (en alemán verkitschen es “hacer pasar gato por liebre”). Este engaño se realiza a través de la imitación de un original, de un cambio de escala o de la suplantación de materiales nobles por otros que no lo son. La escenografía de Parlamento 13 incurría en todos los vicios: era más pequeña que un congreso original, sus materiales, lejos de ser sólidos, eran muy endebles y efímeros y su nombre apelaba a una traducción extranjera de lo que en buen criollo se conoce por “congreso”. Todo lo cual, dicho coloquialmente, redundaba en un congreso “de mentirita”.
     En su momento, Pinky no participó en la conducción de Parlamento 13 que, no está de más aclarar, era conducido por varias figuras masculinas, más apropiadas para los temas serios que allí se discutían. Las mujeres que integraban el staff se limitaban a operar como taquígrafas de mentirita. Ayer, el noticiero de Canal 13 -que demostró ser menos efímero que el Parlamento- presentó esta noticia con el título “Muñeca brava”. Hoy, el diario La Nación incluye una nota de color de Pablo Sirvén titulada “Pinky, una estrella que volvió a brillar”. El diario Clarín destaca el modo en que Pinky se mostró imperturbable y consiguió hacer silencio en el recinto. Todo parece hacer pensar que las riendas del país pueden ser conducidas con mano firme y canas bien peinadas de una vieja estrella de televisión. Creo que la escena amerita, sin embargo, otra mirada. 
     La televisión –como ya lo había hecho la radio- otorgó a los conductores un rol protagónico. A través de su voz y su rostro establecían un contacto con el público que resultó fundante para el contrato del medio. No importaba el contenido sino el vínculo. La sobreimpresión de las formas televisivas sobre las formas de la política adquirió muy tempranamente un sentido literal, como en el caso de Parlamento 13. Que cuarenta años después sea una vieja conductora de televisión quien reclama y otorga símbolos de institucionalidad al Congreso Nacional habla de una etapa superior de las instituciones, las formas y la parodia.